Entrada 02. Como tener un barco en Portugal siendo de Murcia

 Hay decisiones que se toman con la cabeza. Otras con el corazón. Y algunas —las más interesantes— con una mezcla de intuición y necesidad. Así fue como encontré mi barco.


Dando vueltas por foros de náutica, con más curiosidad que objetivo, acabé en uno de esos lugares donde aún queda algo de comunidad auténtica: La Taberna del Puerto. Un hilo, una foto, un modelo conocido: un Astraea Albatros. Bastó una mirada para saberlo. A veces se dice que uno no elige el barco, que es el barco quien lo elige a uno. No sé si será cierto, pero aquel lo sentí como mío desde el principio.


Solo faltaban dos detalles: encontrar amarre y transporte. Nada más y nada menos.


El barco estaba en Vila Real de Santo António, en la frontera sur de Portugal, donde el Guadiana se abre al Atlántico. Yo quería traerlo al Mar Menor, en Murcia. Setecientos kilómetros por tierra… o una semana de navegación costera si todo iba bien. Lo valoré seriamente: hacerlo navegando, vivir la aventura completa. Hoy sé que habría sido bastante más que una semana, y probablemente más de lo que estaba preparado para asumir en ese momento.


Así que empecé la búsqueda del transporte. Escribí en el foro a todo aquel que hablaba de traslados. Busqué en Google todo lo que pude: “transportar velero por carretera”, “traslados de barcos”, “remolques náuticos”. Contacté con náuticas locales, me respondieron transportistas, algunos con presupuestos que doblaban el valor del barco. Por un momento pensé que quizá no iba a poder traerlo. Que quizá había sido una ilusión bonita, pero poco realista.


Y entonces, dos meses después —cuando el verano ya apretaba— encontré un anuncio en una web entre particulares. Un transportista que parecía serio, claro, y razonable en el precio. Me dijo que sí, que lo hacía, pero no antes del invierno. Ninguno de los dos tenía prisa. Yo ya tenía barco, y él un viaje más que apuntar en su calendario. Obstáculo superado.


Quedaba el amarre. Otra odisea.


Llamé a todos los puertos del Mar Menor. Precios inasumibles, listas de espera eternas, concesiones caducadas desde hace años. Las respuestas eran una mezcla de burocracia, opacidad y resignación. Hasta que di con el fondeadero de La Puntica, un pequeño club discreto y sin pretensiones, justo lo que necesitaba. Cuota de socio asumible, boyas disponibles y un ambiente náutico muy distinto al de los grandes puertos deportivos.


Si estás buscando un amarre en la zona, te lo digo claro: La Puntica es lo más asequible que vas a encontrar. Los precios que se anuncian por ahí suelen estar inflados. Es posible conseguir una boya por 1.500 € y pagar una cuota de socio de solo 65 € al año. Pregúntame si quieres referencias, porque este tipo de oportunidades no están en Google, ni en webs, ni en carteles. Están en las conversaciones.


Con el transporte acordado y el amarre encontrado, ya podía organizar la compra del barco. Las piezas encajaban. Todo comenzaba a tener sentido.


Pero aún quedaba una última coreografía por resolver: la llegada del barco.


Tuve que coordinar con precisión de cirujano el momento en que el camión llegaría —una fecha inflexible, cerrada meses atrás por el transportista— con todos los servicios en tierra: la grúa para botarlo, el varadero donde hacerle el antifouling, y la segunda grúa para volver a echarlo al agua. Un encaje de fechas, horarios y buena voluntad de varias personas para que todo sucediera casi en cuestión de horas. No había margen para retrasos. Si algo fallaba, el barco se quedaba en el remolque, y todo se complicaba. Por suerte, no falló nada. O al menos, no lo suficiente.


Y así fue como un barco que vi en un foro se convirtió, poco a poco, en mi barco.

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