Entrada 06. Cuando ya tienes el barco
Cuando uno empieza con un barco, sobre todo si es el primero, las ideas se multiplican. Haces listas mentales, otras en el móvil, alguna incluso en papel. Te imaginas el barco perfecto: limpio, funcional, todo ordenado, cada cabo en su sitio, cada winche como nuevo. Y con internet a bordo, por supuesto. Una maravilla flotante.
Al principio, hasta te motivas con el bricolaje. Yo tengo aún pendientes unas mordazas nuevas para el génova. También llevo meses diciendo que voy a limpiar los winches, cambiarles los muelles, dejarlos como relojes. Y ahí están. Funcionan, pero no como deberían.
También quiero quitar unos tornillos viejos y oxidados que dejó el antiguo propietario. Masilla, lijado, pintura. Lo visualizo perfectamente. Y ya puestos, terminar de instalar el router para tener cobertura desde casa, e incluso dejar colocada una cámara para ver el barco desde el móvil, como hace The Low Cost Sailor. Todo eso me encantaría.
Pero luego llego al barco… y todo cambia.
Porque el sol está alto, o el viento está bien, o simplemente porque estoy allí. Y entonces lo único que quiero es soltar amarras. Navegar, sin más. Ya pintaré otro día. Ya limpiaré los winches cuando no haya viento. Ya colocaré la cámara cuando esté lloviendo, si acaso.
El barco siempre tiene cosas por hacer. Siempre. Pero hay que tener cuidado con que no se coma el tiempo que tienes para navegar. Que no te atrape el perfeccionismo. Que no conviertas un sueño en una lista de tareas interminable.
Porque al final, lo que uno quiere —de verdad— es estar en el agua. Sentir el viento, ajustar las velas, mirar el horizonte. El resto puede esperar. El resto, si no lo haces, no pasa nada.
Navegar es lo importante. Lo demás es decorado.
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